“Tu pequeño cuerpo respira, sí: incluso en la penumbra del hospital, tu respiración es visible. Pero yo quiero escucharla, escucharte, y me molesta mi propio resuello. Y mi ruidoso corazón me impide sentir el tuyo.
A lo largo de la noche, cada dos o tres minutos contengo el aliento para comprobar que respiras. Es una superstición tan sensata, la más sensata de todas: dejar de respirara para que un hijo respire”. Literatura infantil de Alejandro Zambra.
Voy dándole vueltas al tema que tratar esta semana. Un tema que aporte, —ésta, siempre es mi intención—que te lleve ala reflexión, pero el único tema que se ha introducido en mi, en estos momentos de vivencias nuevas, es la culpa.
Culpa por que ser madre, a parte de sentir un amor infinito hacía tu hijo, consecuentemente, aparece el sentimiento de culpa. Es como el Ying y el Yang. Los hermoso y lo terrorífico conviviendo juntos.
Lo sé, he exagerado, un poco, quería—como dicen en Chile—darle color. Darle dramatismo.
Supongo que la culpa que siento, es una culpa equiparable a lo que pueden sentir también, las personas hacía su pareja, sus padres e incluso, amigos. Es una culpa que nace del centro de tu ser. Que se crea con entresijos de amor, tristeza, alegría, y quizás, poca humildad con una misma. Es una culpa que involucra tu presente y tu futuro, motivada, posiblemente, por tu pasado.
Mi culpa aparece porque mi hijo de dos años ha empezado el colegio un año antes de lo obligatorio. Podría haberme quedado con él por las mañanas en casa, pero hay un día que también trabajo fuera. Además, de todos los proyectos que llevo a cuesta de caballo, éste, es uno de ellos.
Siento culpa porque es por las tarde cuando trabajo obligatoriamente, fuera de casa. Así que pasamos, mañanas y tardes, papá y mamá, lejos de nuestro hijo. ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Estará bien él con sus referentes tan lejos? Tenemos las mismas vacaciones, y eso, me consuela. Pero mi culpa no queda solo ahí. Los lunes termino un poco antes y me he apuntado a un curso maravilloso de escritura creativa, más tiempo fuera, más tiempo lejos de él. ¿Dejo de ir? ¿Apuesto por mi? ¿Acompaño más a mi hijo?
Tengo la suerte de sentir el apoyo real de las personas de mi alrededor, soy yo la que crea mi mayor juicio, la que mentalmente me traslado ante un juez para otorgarme un castigo.
Culpa se llama al castigo.
Renuncia a estar con mi hijo.
¿Porqué somos así? O ¿solo me pasa esto a mi?
Luego, leo a Maggie O’Farrell en su libro retrato de casada diciendo:
“Pero pensar en que el cuerpo se le va a hinchar a medida que el niño crezca, en darlo a luz, en cuidar de su educación, de su salud, de su vida, y en que después deba concebir otro… la sobrepasa, cree que no está preparada. Recibirían a un varón congran júbilo y alivio, lo sabe, pero entonces lo modearían para un solo destino: ser duque. A una niña se le exigiría hacer lo mismo que ha hecho ella, desarraigarse de su familia y de su lugar de nacimiento parara arraigar en otra parte en la que tendrá que aprender a medrar, a reproducirse, a hablar poco y hacer menos, a quedarse en sus habitaciones, a cortase el pelo, y a evitar las emociones, y contener la estimulación y someterse a todas las caricias nocturnas que le salgan al paso”.
¿Donde está el equilibrio? ¿Por qué somos ahora nuestros propios carceleros? Supongo que es porque venimos justo de ahí, de ese extracto que escribe Maggie, pero también, de la emoción de cuidar y proteger.
Seguiré adelante caminando junto a la culpa, pero susurrándole en voz bajita que esto lo estoy haciendo por mi, por nosotros. Que soy yo, mujer y mamá, y ninfa de las dos facetas de mi vida pueden descuidarse.
Que los besos y abrazos no faltaran, que los juegos y lecturas permanecerán, que las risas y la atención continuarán, que con más distancia en algunos momentos y mucha presencia en otros. Lo haremos, sabiendo que él siempre será mi mayor tesoro a cuidar, sin olvidarme de mi.
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